Idea Vilariño

Ya no será
ya no
no viviremos juntos
no criaré a tu hijo
no coseré tu ropa
no te tendré de noche
no te besaré al irme
nunca sabrás quién fui
por qué me amaron otros.

No llegaré a saber
por qué ni cómo nunca
ni si era de verdad
lo que dijiste que era
ni quién fuiste
ni qué fui para ti
ni cómo hubiera sido
vivir juntos
querernos
esperarnos
estar.
Ya no soy más que yo
para siempre y tú
ya
no serás para mí
más que tú. Ya no estás
en un día futuro
no sabré dónde vives
con quién
ni si te acuerdas.
No me abrazarás nunca
como esa noche
nunca.
No volveré a tocarte.
No te veré morir.

Pez

Niña que nada en el mar. Se le mete un pez.

Se me metió un pez.

Tanto haber esperado volver al mar, trepar por las piedras para mirar los remolinos de agua y las gaviotas clavándose en el agua.

Veo al final del pasillo la ventana abierta de la pieza de mi madre. Ella no está. La madera de los pisos es negra, muy brillante y siempre mojada por los pies de mis hermanos. Desde la ventana de mi madre se ve el mar.

Se me fueron formando así tantas líneas, yo miraba y sólo podía ver entre ellas como a través de un alambrado. Y me daba vueltas, volvía a revisarme las líneas y nada, no me decían nada. Se hacían las dormidas.

Hoy los niños hicieron un castillo de arena. Digo un castillo, porque no tengo otra palabra que lo describa mejor. Lo veo desde acá, cortado, en pedazos largos y estrechos. Mamá, me gritan, mira el castillo. Y yo me asomo y apruebo con la cabeza, y me vuelvo sentar en frente del espejo y sigo tratando de entender.

Tomo el diario y corto el papel en largas tiras que cuelgo sobre el espejo.

Cuando era niña se me metió un pez. El anzuelo es la materia de mi cuerpo.

 

Las ratas

 

Ya no sé cómo llegamos a ese lugar. No recuerdo haber abierto la puerta, ni haber visto alejarse el taxi en el que llegabas cada noche. La bocina del taxi, acercándose. Tú entrando en esa casa que no era ni mía ni tuya, una casa llena de cosas recogidas de la calle. Tú entrabas directo a la pieza del fondo que yo ocupaba, que había pintado de un color lila equívoco. Nos metíamos en la cama, esa cama siempre mal hecha, con demasiadas frazadas, con el colchón de espuma de media plaza que ya tenía inscrita la forma de mi cuerpo y que nunca pudo adaptarse a tu contorno. Buscamos telas para cubrir los huecos de las paredes. La ventana daba a la calle y a un patio de cemento a medio hacer, con sacos de arena desparramados en los que se revolcaban los perros.

Tuvimos que irnos de esa casa, desocupar la pieza en el plazo de un día. Tienen hasta la noche, nos dijo el dueño. Y no sé cómo hiciste, pero en dos horas estabas afuera con una camioneta donde metimos todas las cosas, esas que en un momento fueron mías pero que entonces, sin saber por qué ni cómo, pasaron a ser nuestras cosas.

Bajamos por la calle en la camioneta y metimos nuestras cosas en otra pieza. La nueva pieza era más pequeña y tenía una ventana muy rara, larga y delgada, que daba a un pasillo. Por esa ventana no podía verse nada. Nadie caminaba por ese pasillo, la casa parecía deshabitada. Había gente, sí, pero nunca nos topábamos con nadie. La única persona que siempre estaba era la mujer que trabajaba en la cocina y que siempre estaba preparando algo en el horno. Inmensas ollas de arroz, papas, guisos de verduras, pedazos de carne que guardaba en el refrigerador y que yo cada tanto robaba y comía en la pieza, cuando tú no estabas. Fuentes plásticas de gelatina roja o verde. Bandejas de leche asada, de sémola con caramelo. Todo en ese refrigerador que también estaba en un pasillo, en la cocina que era también una especie de pasadizo largo y estrecho que había que cruzar para llegar a la pieza que ocupábamos, donde habíamos puesto nuestro colchón de espuma, ahora sin el soporte de madera, directamente en el suelo.

Así nos fuimos desprendiendo de nuestras cosas. En cada pieza íbamos dejando cajas, zapatos, ropa. Nos llevábamos sólo lo imprescindible, que cada vez iba siendo menos y más gastado, más viejo. Éramos una comunidad en constante movimiento, nos desplazábamos por la ciudad parando en distintas piezas, cada vez más alejadas del centro.

La última pieza a la que llegamos quedaba cerca del río y estaba atrás de un bar. Se llegaba a ella por un pasillo sin luz, así que había que dejar abierta la puerta de la calle para lograr meter la llave en el candado con el que cerrábamos nuestra puerta. Tú abrías la puerta de la calle, yo entraba y abría el candado. Ese era el sistema, así nos relacionábamos con esa pieza, la última. No había agua allí, el espacio en el que pusimos la cocinilla no tenía agua corriente, había que traerla del lavadero en el patio.

El piso era de tablas que por la cercanía del río se habían cimbrado, lo que hacía imposible poner nada en el centro porque todo, inevitablemente, se deslizaba hacia las esquinas. Habitábamos los márgenes, nos acostábamos en el colchón de espuma adaptando malamante nuestros cuerpos al ángulo formado por las paredes y el piso. Había polvo en todas partes, la virutilla no lograba sacar la capa sólida de tierra que se juntaba entre las tablas. Pasar la virutilla sólo lograba levantar polvo, suficiente para ahogarse pero no el necesario para lograr algo cercano a la limpieza. Cargábamos la tierra de esa pieza en nuestro pelo, en las ropas que no lavábamos jamás.

Habilitamos una mesa en la cocina y ahí pasabamos la noche jalando y jugando a las cartas. Me obligaste a aprender los dibujos del naipe español. Esas figuras desconocidas me provocaban rechazo, pero no había alternativa y aprendí de memoria las equivalencias.

Con el invierno el agua fue haciéndose escasa, había que abrigarse para lavar las tazas que usábamos para comer, los platos y los tenedores. Nos lavábamos los cuerpos rápidamente en el baño del bar. El agua siempre estaba fría y el jabón que usábamos se acababa demasiado pronto. Usábamos el mismo jabón para todo, una barra azul con olor a cloro que nos dejaba el pelo como un bloque de lana.

Nunca entendí los espejos de esa pieza, unos espejos largos y estrechos pegados con alambres al cartón del muro y que transformaban los cuerpos en líneas sin sentido, imposibles de identificar. Un corte transversal en los cuerpos, eso eran los espejos, una fisura, una nueva forma de hueco.

Gracias a esos espejos nunca podíamos vernos. Nos necesitábamos para describirnos el uno al otro. Así funcionaba nuestro sistema, yo te decía tienes rota la camisa, tú me decías tu pelo está sucio o tienes un tajo en la ceja: nos bosquejábamos. Yo odiaba esos espejos, no los podía entender y tampoco podía entender cómo era posible que tú pudieras pasar frente a ellos ingorando la versión de tu cuerpo que ellos te imponían. Por el contrario, te empeñabas en encontrarles usos, en volverlos necesarios. Empezaste a usarlos para afeitarte, para mirarte el lunar que te había aparecido en el cuello y que tú afirmabas que se desplazaba hacia tu hombro.

Era una provocación. Todo empezó a tener dobles intenciones. Diste vuelta el colchón diciendo que necesitaba ventilarse, pero yo supe que era una estrategia para quitarme el poder de la presencia original de mi forma en su superficie. Al darlo vuelta borraste la última huella de mi propiedad sobre él. Me costaba mucho dormir en ese terreno de golpe irreconocible. Cuando lograba dormir mi sueño era pesado, casi como una enfermedad.

Entonces, las ratas. Primero una, grande y negra, que de noche asomaba la nariz por los huecos de la pared. Se deslizaba entre los paneles húmedos del muro, raspando con las uñas el cartón y la argamasa. Tú dormías de espaldas. Yo desperté de madrugada y fue entonces que vi su cuerpo atravesando rápido nuestro espacio, vulnerando nuestros muros con sus cuatro patas rojizas y su larga cola negra. Al día siguiente salí a buscar entre la basura algo que pudiera tapar el hoyo por donde la rata podría entrar a nuestra pieza. Encontré una placa de cobre que martillé sobre el hoyo luego de echar un sobre de veneno por el boquete. Contemplé mi obra. El brillo rojo del parche de cobre le daba a la pieza un aspecto extraño, como de barco hundido. Tú llegaste de noche y preguntaste qué era ese brillo. Te expliqué y tú me preguntaste qué pensaba hacer con el ratón muerto. El olor, dijiste, qué vas a hacer con el olor. Yo no había pensado en eso, no había considerado la potencia del veneno. Te aseguré, sin estar totalmente segura, que el veneno actuaba un par de minutos después de ser comido, por lo que seguramente la rata ya estaría lejos de nuestra pieza cuando le viniera la muerte. Me miraste escéptico. Saliste a la calle a revisar la bolsa donde había botado el envase del veneno. Volviste con él en la mano y leíste:  “La muerte se produce en unos pocos minutos o, a más tardar, algunas horas después de la ingestión. Estos cebos tóxicos generalmente tienen una alta concentración de veneno, lo cual hace que muchas veces sean poco apetecibles y puedan provocar rechazo. Además, la alta concentración de veneno hace que la mayoría de los cebos tóxicos agudos sean peligrosos para el hombre y para los animales que no se desea combatir”. Leías y fumabas, con el paquete vacío en las manos.

Pasamos varios días pendientes del movimiento bajo la placa metálica. Rasguños, correteos y unos chillidos muy leves, tanto que a veces costaba distinguirlos del sonido regular de las tablas del piso. Imaginaba a las ratas comiendo esos gránulos rosados, tomándolos con sus manos rojas como de loza, royéndolas con sus dientes amarillos. Soñaba con las ratas vomitando sangre, o quedando paralizadas con la boca insaciable llena de aserrín. Soñaba contigo sacando con la mano, a través de la placa metálica, cientos de ratones muertos rodeados de una poza de sangre seca y tirándolos a mis pies. Qué mierda. Nos vamos a tener que acostumbrar a vivir con el olor, dijiste un día y no hablamos más del asunto. Sin embargo yo sentía un rencor latente, porque yo había tratado de defender nuestro espacio, me había metido hasta los codos en la basura, había resistido todo, pero todo, sin una sola queja. Había dormido sola en esa casa muchas veces, demasiadas veces, cuando nos cansábamos de gritarnos mutuamente y tú decidías irte sin destino conocido llevándote el tarro de leche donde guardábamos nuestro dinero y que volvía contigo, días después, reducido a la mitad, al tercio, a nada.

Nuestras peleas fueron haciéndose cada vez más frecuentes. Peleábamos por todo, por el agua, por el jabón, por la comida, por las cartas, por el lado interno o externo del colchón.

Un día habíamos peleado de noche cuando ya estábamos acostados. Tú te levantaste y saliste de la pieza y de la casa. Yo te seguí, traté de agarrarte el brazo, de impedir que te fueras. Estar sola en esa pieza significaba necesariamente revisar el trayecto que nos había llevado allí, nuestro movimiento desde el centro hasta ese margen desencajado donde mi situación puntual era totalmente absurda sin ti. Te seguí hasta la esquina y paré cuando me di cuenta de que estaba descalza y vestida sólo con una polera muy delgada y que estaba lloviendo y que la calle era de tierra y que había unos borrachos en la esquina que me miraban malignos y que el rencor se había transformado en una furia general, inmensa y definitiva. Fue entonces cuando rompí todo lo que teníamos.

Partí rompiendo las tazas, luego los vasos y la totalidad de los platos. Luego los envases de bebida y de cerveza. Rompí también los frascos de mermelada, el jarro vacío donde guardábamos el arroz. Tiré todo al piso, contra las paredes. Rompí los espejos.

Di vuelta el colchón y busqué mi forma en su memoria. Me encajé en el antiguo registro de mi cuerpo en la espuma. El piso fue moviendo lentamente los pedazos rotos hacia las esquinas de la pieza. Me quedé dormida escuchando el silbido del vidrio acercándose, secreto, como las ratas.

clavadistas

ayer fui a la piscina. siempre voy los jueves, porque el jueves es el día de entrenamiento del equipo de clavadistas de la universidad.

últimamente, lo que hago es meterme directo a la piscina temperada de hidromasaje, la que es como un gran jacuzzi comunitario, y desde allí miro a los clavadistas subir por las escaleras de la torre y bajar de cabeza al agua una y otra y otra vez.

ayer, jueves, fui a una hora distinta a la acostumbrada y descubrí que el jueves por la tarde es la práctica del equipo de niñas clavadistas. era un grupo de cinco niñas de entre, calculo, diez a trece años. las niñas, a diferencia de los casi siempre solitarios y silenciosos clavadistas universitarios, eran ruidosas. además, estaban acompañadas por un entrenador que las miraba desde el borde.

una de estas niñas, que imagino debe haber andado por los trece años, era la mejor de todas. subía rápido por las escaleras, se paraba en el borde del trampolín más alto y poniéndose en posición invertida, se dejaba caer, haciendo en el trayecto dos giros perfectos para luego entrar en el agua como una navaja, precisa, imperceptible. El entrenador la miraba y ella miraba al entrenador. el entrenador, luego de cada uno de sus clavados perfectos, murmuraba: “beautiful”.

yo, desde el jacuzzi, pensaba en qué hubiera sido de mí si se hubieran dado las condiciones para que yo fuera deportista de alto rendimiento, profesional, clavadista. qué hubiera pasado si hubiera tenido la habilidad que tenía esa niña. si hubiera tenido trece años y ese entrenador murmurando “beautiful” cada vez que yo hiciera uno de mis clavados perfectos. yo me hubiera enamorado de mi entrenador, y hubiera perseguido ese “beautiful” con mi vida. yo hubiera sido la mejor clavadista escolar de todo el universo.

Celos retrospectivos

Pienso mucho en tu novia. Miro la foto de ustedes juntos pero no es a ti a quién observo. Pienso que quizás estoy enamorada de ella, no de ti.

Sueño con ella. Sueño que entra a mi casa y pisa mis lentes de sol. Luego de eso, veo que sonríe con esa sonrisa que es mitad dientes y mitad encías: la boca se abre, los labios tensos se retraen y la superficie rojiza y brillante aparece. Viscosa y rosada, esa imagen de la felicidad invade la totalidad de mi sueño. Despierto pensando en por qué no viviste conmigo (y con ella sí), por qué no viajaste conmigo (y con ella sí).

Luego, mientras revuelvo mi café, me respondo que no sé exactamente por qué nunca vivimos juntos, pero que de haber realmente querido que ocurriese me las hubiera arreglado para que pasara.

Sí sé con seguridad que no te hubiera llevado conmigo a Chile, porque no calzabas con ese escenario. Hay cosas de Chile y de quién yo soy cuando estoy allá que no entenderías y que realmente no sé si puedo explicar. Nunca te hubiera llevado a Chile conmigo, porque cuando viajo me gusta salir sola, juntarme con mis ex profesores y ex pololos y generalmente actuales amantes. Porque, como ya sabrás, me cuesta terminar las cosas de manera definitiva, y si bien rechazo lo que una relación estable demanda de mí, me las arreglo para mantener lo que me gusta, lo que me interesa y me nutre, sin tener que dar realmente nada, o muy poco, a cambio.

Sueño con tu novia rompiéndome las gafas de sol y haciendo esa mueca que imagino ruidosa. La boca abierta de tu novia, riendo fuerte, durmiendo contigo en una cama compartida, en una casa cuya dirección desconozco. Sueño que me tiro a tu novia en esa cama y que después la abandono, los abandono a los dos, y que esa es mi última venganza por no haber viajado conmigo, por no haber vivido conmigo.

Abro mi correo y envío tres emails idénticos: “Viajo a Chile y quiero verte. Dime cuándo y dónde. Carmen.”

Recibo, en un margen de 3 horas, dos respuestas:

1-“Cuando quieras, donde quieras. J.”

2-”¿Cuando llegas? ¿Te quedas donde tu mamá? Puedes quedarte conmigo, si quieres. Avísame, preciosa. A.”

Pero, por supuesto, el único que realmente me interesa es el que no me responde todavía. Pienso si acaso sería de otra manera si uno de los otros dos no hubiera contestado, o sea, si el deseo en mí es intercambiable y equivalente a la imposibilidad de poseer. Pienso en qué pasaría si terminaras con tu polola: ¿estaría siquiera escribiendo esto? ¿seguiría acaso pensando en ti?

Estoy sola en casa y afuera llueve y llueve. Son las doce del día y pareciera que es todavía de noche. Pienso en la foto, en ustedes abrazados sobre algo que parece un bote, con una bandera de Estados Unidos atrás. Con la sonrisa tosca de tu novia invadiéndolo todo, metiéndose en mi sueño, arrastrándose como un molusco sobre los cristales rotos de mis lentes de sol.

Mariana y las lagartijas

Tengo miedo de las lagartijas verdes y azules que viven en el muro de piedras del jardín. Las veo correr, meterse en los huecos y salir por otro lado, como si detrás de esas piedras hubiera una red de pasadizos con distintas salidas secretas. Pienso que las lagartijas me van a subir por las piernas, que me van a tocar con sus dedos perfectos y temibles. Mariana disfruta de mí. Hoy estábamos jugando en la escalera que da al cerro, cuando apareció una lagartija muy grande y muy verde. Mariana, rápida, hizo un movimiento y la cazó con la mano. Luego, con una hebilla de pelo, le cortó la cola ¿Sabes que le vuelve a crecer, verdad? me preguntó. Mariana es cruel.

 

Las lagartijas tienen sangre. Yo no sabía, nunca lo había pensado. La cola quedó en el piso. Se retorció un rato y luego se quedó quieta. Mariana la movió con la punta del pie. Luego la tomó con un palito y me dijo que su hermana le había dicho que si se enterraba la cola de una lagartija viva, la lagartija volvía y quedaba muerta encima de su cola. Mariana me ordenó hacer un hoyo y poner la cola allí. Me negué. Insistió. Entonces escarbé un poco debajo de las margaritas y ella la puso ahí. Pensé que la iba a mover con el palito, pero la agarró con la mano. La cubrió de tierra y se limpió los dedos con el delantal.

 

Subimos al cerro donde están las frambuesas. Tomamos un canasto cada una. Hoy descubrí que más allá del alambrado que rodea los frambuesos hay unas casas muy chicas, hechas con pedazos de tablas y con eso de lo que se hacen los techos, calamina dijo Mariana que se llama. Nunca las había visto y estoy segura de que no estaban allí la última vez que fuimos a sacar frambuesas. Aparecieron de golpe. Yo me quedé mirando y vi unos perros. Los perros no ladraron, se acercaron callados y trataron de pasar el cerco. Alguien los llamó. Era una voz de hombre que salió desde dentro de una de las casas. El perro ladró fuerte y nosotras nos escondimos detrás del estanque de agua. El hombre de la voz se asomó por el hueco de la reja y estiró la mano. Agarró un puñado de frambuesas y se las metió todas a la boca. Masticó y el jugo le corrió por la cara. Vi que tenía los ojos claros. Su cara estaba sucia, manchada con tierra y con frambuesas.

 

Hoy subí sola al cerro. Llegué al estanque de agua y me quedé mirando. Había una casa nueva, como un cajón, donde estaban los perros durmiendo. Caminé, espiando, entre las hileras de frambuesos. Las frambuesas maduras tienen un olor fuerte y están llenas de una pelusa dorada que se pega en los dedos y que pincha. Hoy quedé llena de rasguños en las manos y los brazos, que casi no se ven pero que arden. Me acerqué a la reja y traté de ver si había alguien. Estaba todo muy silencioso. Pensé que la gente podría haber salido, o estar durmiendo. Llené un canasto chico y bajé. Sentía rabia y vergüenza. Puse las frambuesas en un plato con leche. Esperé que la leche se cuajara con el ácido de las frambuesas. Luego le puse azúcar. Me llevé el plato al patio y me senté en la escalera a comer. Abajo de las margaritas estaba la lagartija sin cola, muerta.

 

Hoy nos bañamos toda la tarde. Hacía mucho calor y Mariana se vino justo después de almuerzo. Nos cambiamos de ropa en mi pieza. Mariana siempre me mira cuando nos sacamos la ropa. Se pone al lado mío y compara nuestra altura, el diámetro de nuestros brazos y piernas, nuestros ombligos. Hoy, cuando nos salimos y nos fuimos a vestir, Mariana se sacó el traje de baño y refregó su cuerpo contra el mío. Como habíamos estado tanto tiempo en el agua, teníamos la piel como pegajosa. Nos refregamos un poco así y nos dio risa, era como un baile. Mariana se agachó y me lamió el hueco del ombligo. Vi su lengua y pensé en la lagartija, pero no dije nada. Me terminé de vestir y fui a la cocina. Hice dos platos de frambuesas con leche y azúcar. Tomé el mío y escupí en el otro. Mariana entró a la cocina, agarró su plato y se puso a comer. Yo la miraba. Abrió la boca llena de frambuesas y me sacó la lengua.

 

Hoy había una lagartija ahogada en el estanque. Era chica y azul y tenía el cuerpo hinchado. Mariana la agarró con una rama y me la tiró. Yo grité porque pensé que me había caído encima y traté de sacudirla. Al final vi que estaba en el piso, lejos de mí. Le tiré un puñado de tierra a Mariana, que le llegó en la cara. Se puso a gritar, me agarró del pelo y trató de meterme en la boca la lagartija muerta. Yo le mordí la mano, muy fuerte, y sentí un sabor que no supe si era el sabor de la sangre. Estábamos en el piso, encima de las frambuesas y llenas de tierra. El hombre nos miraba desde el otro lado. Tenía el pantalón corrido y nos llevaba el ritmo con el brazo entre sus piernas. Mariana me agarró del codo y corrimos hacia la casa. Ella estaba seria, yo tenía ganas de llorar. Me saqué las costras de las rodillas y me las comí.

Cerezos

Ayer, sin quererlo, me enteré que pasé muchos días de mi infancia jugando bajo un cerezo llorón. En la casa de mi padre había una fila de tres pequeños arbolitos con forma de cúpula, como un paraguas de ramas largas y colgantes, cubiertas de diminutas flores rosadas que llegaban hasta el piso.

En ese espacio yo me metía y jugaba a algo que no recuerdo exactamente qué era, pero que era triste no cabe duda. Todos mis juegos de infancia tenían su cuota de drama, por lo general eran como escenas, pequeñas obras teatrales improvisadas, en las que alguien moría.

Los juegos de verano, en la casa de mi padre, transcurrían abajo de los cerezos o si no en las piezas de atrás de la casa de Avenida Alemana 145, donde siempre habían camas hechas con cubrecamas color mostaza de un material suave, como el terciopelo o un pelo corto y muy suave, pelusa.

Una vez con la Marianita, mi siniestra amiga de la niñez, estábamos justo en la parte del velorio. Yo, la muerta, yacía en la cama, totalmente en papel. Ella lloraba, creo, a los pies de la cama. En un momento vi que alguien contemplaba nuestro juego desde el marco de la puerta. Vi la forma mirándonos y luego desapareciendo. Nunca supe quién nos observaba.

weeping-cherry1

Paris Texas

El monólogo de Natassja Kinski al final de Paris Texas es algo que me provoca tremenda emoción. Está lleno de belleza, de información hermosa, dicha de manera musical.

-“Everything was easier when I just imagined you”.

-“Every man has your voice”.

 

Es como la definición, en dos frases, del amor.

Imagen

Imagen para pensar:

Año 1995. Los Tres Unplugged. Alvaro Henriquez vestido con un casco de milico con el escudo de Chile y chaqueta del persa Bío Bío, cantando: “Que no se te olvide acordarte que me tienes que olvidar”.

Pájaros

cuando un pájaro canta sólo se escucha su canto, por lo general

no vemos al pájaro, sólo escuchamos su sonido.

los pájaros, escondidos cantando, nos miran a nosotros

tratando de encontrarlos, sin éxito.

a nosotros, callados

y a plena vista.