Ya no sé cómo llegamos a ese lugar. No recuerdo haber abierto la puerta, ni haber visto alejarse el taxi en el que llegabas cada noche. La bocina del taxi, acercándose. Tú entrando en esa casa que no era ni mía ni tuya, una casa llena de cosas recogidas de la calle. Tú entrabas directo a la pieza del fondo que yo ocupaba, que había pintado de un color lila equívoco. Nos metíamos en la cama, esa cama siempre mal hecha, con demasiadas frazadas, con el colchón de espuma de media plaza que ya tenía inscrita la forma de mi cuerpo y que nunca pudo adaptarse a tu contorno. Buscamos telas para cubrir los huecos de las paredes. La ventana daba a la calle y a un patio de cemento a medio hacer, con sacos de arena desparramados en los que se revolcaban los perros.
Tuvimos que irnos de esa casa, desocupar la pieza en el plazo de un día. Tienen hasta la noche, nos dijo el dueño. Y no sé cómo hiciste, pero en dos horas estabas afuera con una camioneta donde metimos todas las cosas, esas que en un momento fueron mías pero que entonces, sin saber por qué ni cómo, pasaron a ser nuestras cosas.
Bajamos por la calle en la camioneta y metimos nuestras cosas en otra pieza. La nueva pieza era más pequeña y tenía una ventana muy rara, larga y delgada, que daba a un pasillo. Por esa ventana no podía verse nada. Nadie caminaba por ese pasillo, la casa parecía deshabitada. Había gente, sí, pero nunca nos topábamos con nadie. La única persona que siempre estaba era la mujer que trabajaba en la cocina y que siempre estaba preparando algo en el horno. Inmensas ollas de arroz, papas, guisos de verduras, pedazos de carne que guardaba en el refrigerador y que yo cada tanto robaba y comía en la pieza, cuando tú no estabas. Fuentes plásticas de gelatina roja o verde. Bandejas de leche asada, de sémola con caramelo. Todo en ese refrigerador que también estaba en un pasillo, en la cocina que era también una especie de pasadizo largo y estrecho que había que cruzar para llegar a la pieza que ocupábamos, donde habíamos puesto nuestro colchón de espuma, ahora sin el soporte de madera, directamente en el suelo.
Así nos fuimos desprendiendo de nuestras cosas. En cada pieza íbamos dejando cajas, zapatos, ropa. Nos llevábamos sólo lo imprescindible, que cada vez iba siendo menos y más gastado, más viejo. Éramos una comunidad en constante movimiento, nos desplazábamos por la ciudad parando en distintas piezas, cada vez más alejadas del centro.
La última pieza a la que llegamos quedaba cerca del río y estaba atrás de un bar. Se llegaba a ella por un pasillo sin luz, así que había que dejar abierta la puerta de la calle para lograr meter la llave en el candado con el que cerrábamos nuestra puerta. Tú abrías la puerta de la calle, yo entraba y abría el candado. Ese era el sistema, así nos relacionábamos con esa pieza, la última. No había agua allí, el espacio en el que pusimos la cocinilla no tenía agua corriente, había que traerla del lavadero en el patio.
El piso era de tablas que por la cercanía del río se habían cimbrado, lo que hacía imposible poner nada en el centro porque todo, inevitablemente, se deslizaba hacia las esquinas. Habitábamos los márgenes, nos acostábamos en el colchón de espuma adaptando malamante nuestros cuerpos al ángulo formado por las paredes y el piso. Había polvo en todas partes, la virutilla no lograba sacar la capa sólida de tierra que se juntaba entre las tablas. Pasar la virutilla sólo lograba levantar polvo, suficiente para ahogarse pero no el necesario para lograr algo cercano a la limpieza. Cargábamos la tierra de esa pieza en nuestro pelo, en las ropas que no lavábamos jamás.
Habilitamos una mesa en la cocina y ahí pasabamos la noche jalando y jugando a las cartas. Me obligaste a aprender los dibujos del naipe español. Esas figuras desconocidas me provocaban rechazo, pero no había alternativa y aprendí de memoria las equivalencias.
Con el invierno el agua fue haciéndose escasa, había que abrigarse para lavar las tazas que usábamos para comer, los platos y los tenedores. Nos lavábamos los cuerpos rápidamente en el baño del bar. El agua siempre estaba fría y el jabón que usábamos se acababa demasiado pronto. Usábamos el mismo jabón para todo, una barra azul con olor a cloro que nos dejaba el pelo como un bloque de lana.
Nunca entendí los espejos de esa pieza, unos espejos largos y estrechos pegados con alambres al cartón del muro y que transformaban los cuerpos en líneas sin sentido, imposibles de identificar. Un corte transversal en los cuerpos, eso eran los espejos, una fisura, una nueva forma de hueco.
Gracias a esos espejos nunca podíamos vernos. Nos necesitábamos para describirnos el uno al otro. Así funcionaba nuestro sistema, yo te decía tienes rota la camisa, tú me decías tu pelo está sucio o tienes un tajo en la ceja: nos bosquejábamos. Yo odiaba esos espejos, no los podía entender y tampoco podía entender cómo era posible que tú pudieras pasar frente a ellos ingorando la versión de tu cuerpo que ellos te imponían. Por el contrario, te empeñabas en encontrarles usos, en volverlos necesarios. Empezaste a usarlos para afeitarte, para mirarte el lunar que te había aparecido en el cuello y que tú afirmabas que se desplazaba hacia tu hombro.
Era una provocación. Todo empezó a tener dobles intenciones. Diste vuelta el colchón diciendo que necesitaba ventilarse, pero yo supe que era una estrategia para quitarme el poder de la presencia original de mi forma en su superficie. Al darlo vuelta borraste la última huella de mi propiedad sobre él. Me costaba mucho dormir en ese terreno de golpe irreconocible. Cuando lograba dormir mi sueño era pesado, casi como una enfermedad.
Entonces, las ratas. Primero una, grande y negra, que de noche asomaba la nariz por los huecos de la pared. Se deslizaba entre los paneles húmedos del muro, raspando con las uñas el cartón y la argamasa. Tú dormías de espaldas. Yo desperté de madrugada y fue entonces que vi su cuerpo atravesando rápido nuestro espacio, vulnerando nuestros muros con sus cuatro patas rojizas y su larga cola negra. Al día siguiente salí a buscar entre la basura algo que pudiera tapar el hoyo por donde la rata podría entrar a nuestra pieza. Encontré una placa de cobre que martillé sobre el hoyo luego de echar un sobre de veneno por el boquete. Contemplé mi obra. El brillo rojo del parche de cobre le daba a la pieza un aspecto extraño, como de barco hundido. Tú llegaste de noche y preguntaste qué era ese brillo. Te expliqué y tú me preguntaste qué pensaba hacer con el ratón muerto. El olor, dijiste, qué vas a hacer con el olor. Yo no había pensado en eso, no había considerado la potencia del veneno. Te aseguré, sin estar totalmente segura, que el veneno actuaba un par de minutos después de ser comido, por lo que seguramente la rata ya estaría lejos de nuestra pieza cuando le viniera la muerte. Me miraste escéptico. Saliste a la calle a revisar la bolsa donde había botado el envase del veneno. Volviste con él en la mano y leíste: “La muerte se produce en unos pocos minutos o, a más tardar, algunas horas después de la ingestión. Estos cebos tóxicos generalmente tienen una alta concentración de veneno, lo cual hace que muchas veces sean poco apetecibles y puedan provocar rechazo. Además, la alta concentración de veneno hace que la mayoría de los cebos tóxicos agudos sean peligrosos para el hombre y para los animales que no se desea combatir”. Leías y fumabas, con el paquete vacío en las manos.
Pasamos varios días pendientes del movimiento bajo la placa metálica. Rasguños, correteos y unos chillidos muy leves, tanto que a veces costaba distinguirlos del sonido regular de las tablas del piso. Imaginaba a las ratas comiendo esos gránulos rosados, tomándolos con sus manos rojas como de loza, royéndolas con sus dientes amarillos. Soñaba con las ratas vomitando sangre, o quedando paralizadas con la boca insaciable llena de aserrín. Soñaba contigo sacando con la mano, a través de la placa metálica, cientos de ratones muertos rodeados de una poza de sangre seca y tirándolos a mis pies. Qué mierda. Nos vamos a tener que acostumbrar a vivir con el olor, dijiste un día y no hablamos más del asunto. Sin embargo yo sentía un rencor latente, porque yo había tratado de defender nuestro espacio, me había metido hasta los codos en la basura, había resistido todo, pero todo, sin una sola queja. Había dormido sola en esa casa muchas veces, demasiadas veces, cuando nos cansábamos de gritarnos mutuamente y tú decidías irte sin destino conocido llevándote el tarro de leche donde guardábamos nuestro dinero y que volvía contigo, días después, reducido a la mitad, al tercio, a nada.
Nuestras peleas fueron haciéndose cada vez más frecuentes. Peleábamos por todo, por el agua, por el jabón, por la comida, por las cartas, por el lado interno o externo del colchón.
Un día habíamos peleado de noche cuando ya estábamos acostados. Tú te levantaste y saliste de la pieza y de la casa. Yo te seguí, traté de agarrarte el brazo, de impedir que te fueras. Estar sola en esa pieza significaba necesariamente revisar el trayecto que nos había llevado allí, nuestro movimiento desde el centro hasta ese margen desencajado donde mi situación puntual era totalmente absurda sin ti. Te seguí hasta la esquina y paré cuando me di cuenta de que estaba descalza y vestida sólo con una polera muy delgada y que estaba lloviendo y que la calle era de tierra y que había unos borrachos en la esquina que me miraban malignos y que el rencor se había transformado en una furia general, inmensa y definitiva. Fue entonces cuando rompí todo lo que teníamos.
Partí rompiendo las tazas, luego los vasos y la totalidad de los platos. Luego los envases de bebida y de cerveza. Rompí también los frascos de mermelada, el jarro vacío donde guardábamos el arroz. Tiré todo al piso, contra las paredes. Rompí los espejos.
Di vuelta el colchón y busqué mi forma en su memoria. Me encajé en el antiguo registro de mi cuerpo en la espuma. El piso fue moviendo lentamente los pedazos rotos hacia las esquinas de la pieza. Me quedé dormida escuchando el silbido del vidrio acercándose, secreto, como las ratas.